Los pilares exteriores de nuestra recuperación


José Ignacio Torreblanca

Profesor de Ciencias Políticas en la UNED y Director de la Oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations

Sólo en el aspecto sanitario y económico, la crisis generada por el COVID-19, es lo suficientemente grave como para concentrar toda nuestra atención y esfuerzos en salir con bien de ella.

No obstante, como en toda crisis, los daños colaterales o los impactos secundarios en otras áreas, suelen pasar desapercibidos. Sabemos, sin embargo, que detrás de lo urgente siempre hay cosas importantes. En el caso particular del COVID-19 hay dos elementos que merecen una atención específica en tanto que, precisamente por estar ya presentes entre nosotros, podrían ser acelerados.

El primero tiene que ver con la crisis del multilateralismo, en la que ya estábamos plenamente inmersos. Su expresión más visible era la guerra comercial entre EE.UU y China, pero se manifestaba en múltiples frentes y tenía como consecuencia el debilitamiento del sistema de reglas que venía sosteniendo una globalización abierta y equitativa en beneficio de todos. Antes del COVID-19 nos encontrábamos ya en una situación de cuestionamiento de la globalización desde múltiples frentes. En uno de ellos veíamos a las grandes potencias, cada vez más volcadas en someter los elementos de ese sistema (fueran las divisas, los intercambios comerciales, las inversiones, las capacidades digitales o incluso los flujos migratorios) a sus particulares intereses geopolíticos. En otro veíamos las apelaciones a reducir el alcance de la globalización e incluso revertirla bajo agendas de diversos contenidos ideológicos (nacionalistas, aunque también progresistas, como en el caso de las cuestiones medioambientales o laborales) pero en último extremo convergentes.

Ciertamente, esta crisis ha mostrado algunas importantes vulnerabilidades, sobre todo las derivadas del exceso de confianza de hacer depender suministros estratégicos vitales de carácter sanitario de cadenas de producción globales cuya continuidad se daba por hecho. Pero una cosa es la necesidad, ineludible, de examinar con más detalle cómo reforzar capacidades estratégicas clave para la resiliencia de los estados en situaciones de crisis, y otra el pensar que de esta crisis se sale más fácilmente con menos globalización y menos multilateralismo. Al contrario, una de las lecciones principales de esta crisis es la necesidad de reforzar el ámbito multilateral, no sólo, aunque muy fundamentalmente, el sanitario, como vía de mejorar las capacidades de respuesta nacionales. Por tanto, no cabe confundirse: tanto antes como ahora, la desglobalización es el programa ideológico de determinados actores políticos, no una consecuencia deseable ni aceptable de la crisis.

Tanto antes como ahora, la desglobalización es el programa ideológico de determinados actores políticos, no una consecuencia deseable ni aceptable de la crisis.

El segundo elemento de riesgo tiene que ver con la dinámica política europea. Sería injusto no reconocer que existen grandes diferencias en cuanto a las reacciones respecto a la crisis del COVID-19 y a las que vimos en la pasada crisis económica y financiera. Tras un breve periodo de desconcierto, que todos los gobiernos han experimentado, las instituciones europeas, comenzando por la Comisión, pero muy especialmente el BCE, han puesto en marcha políticas y lanzado propuestas que denotan que han entendido la gravedad y la profundidad de la crisis. Esto no quiere decir que, como hemos visto en el debate político en los Países Bajos y Alemania (pero también en España e Italia), la crisis haya eliminado visiones y preferencias que están muy establecidas y que reflejan culturas políticas y experiencias históricas muy distintas. Los consensos en el ámbito europeo serán difíciles, precisamente porque partirán de posiciones distintas y requerirán, como en toda crisis, diseñar programas, políticas, e incluso instituciones novedosas. En este sentido, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán apunta a un límite consustancial al proyecto de integración europea: el hecho de que completar la unión monetaria con un pilar fiscal, cada vez más evidente en su necesidad, requiere avanzar en una unión política cuyos mimbres están lejos de estar encima de la mesa. Dado que ese bloqueo circular y que se retroalimenta obedece a razones profundas, no podemos esperar que simplemente desaparezca. En ese sentido, el exceso de expectativas generadas en torno a la disponibilidad de un gran programa de recuperación económica (llámese Plan Marshall o la emisión de deuda mancomunada de carácter perpetuo) puede llevarnos a provocar una derrota tan infligida como evitable y un daño innecesario a la confianza de la ciudadanía en el proyecto europeo.

Pero más peligroso que la ruptura de la solidaridad, que en último extremo siempre se mantendrá porque es en el interés de todos los miembros mantener la Unión, es la asimetría en los impactos de la crisis en las diferentes economías de los estados miembros. Por una fatalidad, la crisis del COVID-19, se ha cebado con dos países, Italia y España, que ya habían asistido a la pérdida de casi una década de crecimiento y, en paralelo, a un importante estrés político y social en el intento por recuperar, con muchas dificultades, el crecimiento y el empleo perdido y así cerrar las brechas de desigualdad abiertas por la crisis. Legado de esa crisis, y presionados por las urgencias sociales y la polarización política, ni España ni Italia pudieron o supieron utilizar el crecimiento para situarse en una mejor posición de cara al futuro. La prioridad debe ser por tanto minimizar el impacto diferenciado de la crisis del COVID-19, evitando un nuevo retroceso o desenganche del sur de Europa y el ahondamiento de la brecha Norte-Sur. Eso obliga a diseñar tanto las estrategias de recuperación nacional como los programas europeos para que la crisis, que inevitablemente supondrá un aumento del endeudamiento, no penalice el acceso de las empresas españoles a la financiación necesaria para poder seguir compitiendo y accediendo al mercado interior europeo. También para que la flexibilización de las normas sobre ayudas públicas no distorsione ese mercado ni introduzca nuevas asimetrías.

La prioridad debe ser por tanto minimizar el impacto diferenciado de la crisis del COVID-19, evitando un nuevo retroceso o desenganche del sur de Europa y el ahondamiento de la brecha Norte-Sur.

El bienestar y prosperidad de España está tan íntimamente vinculado a la existencia de un orden multilateral abierto y basado en reglas como en un mercado interior que no solo nos permite exportar bienes y servicios sino importar la competitividad y los incentivos que permiten a ciudadanos y empresas orientar sus actividades productivas de forma beneficiosa tanto para ellos como la sociedad en su conjunto. Mantener esos dos soportes es una condición sine qua non para nuestra recuperación económica.


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